sábado, 25 de diciembre de 2010

Corazón de Caballero

  «Muchacho, Dios nunca usará a una persona como usted». El hombre estaba enojado, y su dedo huesudo me señalaba sin piedad. La frase fue lapidaria, incisiva, categórica. Su acento alemán estaba más acentuado que nunca, tal vez porque el nerviosismo escarbó en sus raíces más profundas. Ese pastor estaba enfadado, pero su sentencia hipotecaría mi futuro por mucho tiempo. Una frase asi, solo hace que un muchacho de quince años crea que definitivamente es un fracaso.
En esencia, este es un libro de códigos secretos, de esas cosas que siempre quisiste preguntar y, como no te animabas, terminabas creyendo que eras el único con ese síndrome oculto.
¿Quieres sentir lo que pasa por el corazón de un Joven acomplejado?, acompáñame y observa a este servidor, con unos frágiles quince años de edad. Lo que acaba de decir este patriarca alemán tiene algo de cierto: no aplicaba para jugar en el gran equipo de Dios.
Desde los doce años tuve un gran problema de alimentación, mezclado con el inevitable crecimiento de la adolescencia. Podía consumir un cóctel de vitaminas, pero nada podía hacer que engordara una mísera libra. Mis piernas parecían, literalmente, las de un tero o un avestruz, las rodillas eran unas tapas que sobresalían deformemente por sobre el pantalón.
Una nariz prominente y ojos saltones, terminaban de completar el menú para transformarme en alguien totalmente introvertido con un mundo interior en caos. No tengas en poco lo que trato de detallarte, solo los que han estado en esa estación de la vida, pueden recordarlo con una amarga sonrisa.
Esas horripilantes gafas que te transformaban en un sabelotodo poco popular y detestable. Esa barriga que sobresalía por sobre el cinturón, aunque tratabas de ocultarla parándote derecho y levantando el mentón. Esos dientes irregulares y amarillos (sé que es desagradable, pero ayúdame a hacer memoria), los zapatos especiales para pies planos.
Las enormes orejas que no podías aplastar ni ocultar con el pelo. Los endemoniados frenillos en la dentadura, esa estúpida tartamudez cuando ibas a hablar en público, la voz aflautada y esos granos, oh, esos intrusos terroristas que se habían propuesto arruinar tu cara y el resto de tu reputación, ¿Has estado allí?, si reconoces ese amargo fugar de la desubicaron y la estima destrozada, seguramente aún sonríes con cierto aire a dolor y nostalgia.
Todavía recuerdo mi apodo en el nivel secundario, me molestaba, me marcaba a fuego cada vez que lo pronunciaban. Mi estructura física era tan endeble, tan frágil, que me bautizaron «Muerto».
A la hora de elegir los equipos para un enfrenta miento deportivo nadie quería al «Muerto» entre sus filas.
—Ni siquiera sabe correr.
—No es que no sabe, no puede… ya se murió, está pálido, no tiene color.
A la hora de los chistes, un gordito con la estima hecha añicos, y el «Muerto» éramos el blanco perfecto para las bromas pesadas, Pero lo peor llegaba con el verano, tres largos y febriles meses de tortura. Tenía que ingeniármelas para no usar pantalones cortos. Estos acentuaban mucho más mis piernas pálidas y raquíticas. A un acomplejado jamás le importa si hace demasiado calor, las mangas largas eran el refugio de unos brazos esqueléticos. La abundante vestimenta siempre parece protegerte de las acidas bromas o las miradas indiscretas del prójimo.
Si a eso le sumas la patética frase de un pastor que, dominado por la ira, te apunta con su índice y te recuerda que estás fuera del equipo de Dios, entonces ya no vives, sobrevives.
Si a los quince años, todo el mundo que conoces, opina que estás «muerto», no tienes un futuro alentador. Afortunadamente, la historia dice que mucha gente «muerta» decidió cambiar su destino.
Editorial Vida/Zondervan.

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